Se contaba de Confucio que un día descendió a los infiernos. Allí encontró grandes mesas, perfectamente dispuestas y repletas de los más suculentos alimentos. Los condenados podían comer todo aquello que quisieran con una única condición. Cuando Confucio, intrigado, preguntó al dueño de los infiernos en qué consistía esa condición, éste se la indicó: "tienen que comer con palillos de metro y medio".
Así, cuando los confinados al infierno intentaban saciar su hambre infinita, los alimentos caían al suelo mucho antes de que pudieran llegar a sus bocas.
Al día siguiente, Confucio subió a los cielos. Allí encontró grandes mesas, perfectamente dispuestas y repletas de los más suculentos alimentos. Los condenados podían comer todo aquello que quisieran con una única condición. Cuando Confucio, intrigado, preguntó al dueño de los cielos en qué consistía esa condición, éste se la indicó; "tienen que comer con palillos de metro y medio".
"He visto la misma situación y la misma condición en el infierno", indicó Confucio, "¿Por qué ésto son los cielos?". "Porque aquí", le respondieron, "nos damos de comer unos a otros".
Va por vosotros ustedes, buscadores racionales de ventaja, que, a fuerza de vendernos nuestra servidumbre como nuestra realización, nos cosificais como reemplazables (olvidando que somos insustituibles) mientras nos estáis instruyendo en lo "funcional" (la servidumbre de la inexistencia) desde la más feroz de las individualidades (la estúpida diferencia que no es capaz de construir igualdad)
Y va por ti, Pepa, que después de servirme un caldo tibio, me dijiste, "hijo mío, no nos salvaremos solos" (y yo, aquel día, no te entendí).