Texto pre-post moderno (que no es lo mismo que moderno)
Con el fin del arte “sensualista”, que hacía una representación simbólica de la realidad fenoménica (un árbol, una mujer, una batalla) y que se ajustaba a través de los mecanismos perspectivos al logro eterno de la “mimesis”, se acaba la validación pública, “¿qué estás mirando?”, que no el precio, “¿Cuánto cuesta?”
El arte sigue siendo esa representación simbólica, a través de propias correspondencias, de la realidad. Pero la realidad del hacedor ya no son las flores, sino la razón de la flor. El arte hace arte preguntándose por lo que es el arte. Por tanto, no se dirige a las emociones de los civiles sino, por su hiperracionalización y por todo el enjambre de moscas zumbonas que han querido ponerles esotérico términos justificativo a lo que sólo se justifica por él mismo, se dirige, digo, a un intelecto preparado, instruido, iniciado, elegido (y, por lo general, algo presuntuoso) capaz de descifrar la alquímica del acertijo que nos plantea. Es decir, a casi nadie. Igual que el espacio infinito entre un neutrón y un electrón sólo lo reconoce aquel capaz de operar con los mecanismos teóricos del vacío, de reconocer y no sólo ver, y sólo le interesa al físico (por más que nos afecte a todos)
El arte es el sustento de ese colectivo que engloba artistas, visionarios, esteticistas, teóricos, montadores, críticos, señoras de la limpieza, “curators”, un buen tipo, santones, especuladores (¿he dicho especuladores?) y que encabrona al resto. Los primeros lo “contextualizan” (esto es una palangana, “¿no ve que es para mear?” y esto una obra, “¿no ve que está en una exposición?), los segundos o lo denigran (sin estar legitimados a hacerlo pues no lo entienden) o lo tasan (porque tienen medios para comprarlo) y lo sustentan.
En este estado de cosas ¿quién paga por lo que no entiende? (ni el físico atómico paga por el ver el vacío)
He visto, soy algo viejo ya, compradores que impostan sus sentimientos, “es que tu obra me ha causado una honda emoción”, y que exponen en sus casas, “la honda emoción”, al revés. Lo que de veras les seduce es el prestigio de tener algo caro y que les cuelgue (no de la entrepierna sino de los límites de sus domicilios) Un bien especulativo que adquieren, seguros, disfrazándose de arrebato sensible. Pero estas criaturas no engañan, no son malos ni necios ni embusteros (algo pomposos quizá) simplemente creen que su impostura es su postura.
¿Qué si vale el arte lo que cuesta?
Lo que no puede validar quien lo puede comprar no tiene valor, sólo precio. Y lo que no puede validar quien lo tasa nunca será susceptible de ser cuestionado por su precio.
El sueño del especulador de ficciones.