13 Julio de 2012, ahora que me he servido mi pie derecho
para comer.
Son vísperas y en lugar de oír el
rezo o al muecín clamando desde el minarete una señora se abraza a un joven y apunta:
“Todos somos mineros”. Y yo que veo
las imágenes de los mineros entrando, en columna, en Madrid y que siento una
infinita nostalgia de la horda (esa que la izquierda siempre quiso olvidar y
que el fascismo convierte en comuna nacional) y de las orgías y de un cuerpo
que traspase mi cuerpo para ser, no pan de hostias (algo con lo que ya ni
siquiera honrarán, porra en mano, a los mineros), sino piel, músculos y huevos
de la horda. Y yo que me abrazaría con vosotros, chicos y chicas, padres, esposas
y muertos, y que me pondría, como vosotros, una lucecita en la frente y que
cantaría canciones de horda y que rezaría con vosotros, señora, ahora que son
vísperas, para que os preserven el derecho a seguir teniendo una vida miserable
y que me otorguen a mí, padre por qué me has abandonado, el de ser algo. Y yo, que más que otro narcisista al que
han convencido los de la hiperpolítica, que quería tener, como vosotros, las
suelas desgastadas y un rictus de cansancio (y no de hastío) y un casco (vuestro
hábito, vuestra identidad, la bandera de la horda) escrito con mi nombre (mi
nombre, señora, es el de un cuerpo entregado a la horda) y sujetado, encima de
las cejas, por un motivo (qué lejos quedaron los motivos y qué cerca las
justificaciones)
“Todos somos mineros” y yo que sí, señora, que a usted también la
besaría y cogería a su criatura en brazos y le daría, si me quedara leche en los
pechos, de mamar y despuntaría el pico en la testa de esos que van a hacer de
la orgía, política, y haría de los intelectuales que callan y opositan, el
chivo que descuartizar, por nosotros, por la horda, ahora, en nuestra
comunión.
Y que me gustaría, señora,
escribir esto a lápiz para que fuera el carbón el que hablase y no lenguaje
auto elegiaco (el lenguaje siempre es una auto alabanza, si no me cree, lea,
señora, una carta de amor) y que soy, mamá, un imbécil que no puede ni
siquiera, abrazarme como Nietzsche a un burro, “pero qué bien se insulta éste, aunque no parece un minero”, y yo
que le diría que sí, señora, que soy minero, mucho más que el de la copla, que
mi cielo es una mina (sin vetas doradas) y que por favor me dejen un sitito,
puedo cantar, coser, ondear banderas y hacer discursos que parezcan reales,
entre los que son bárbaros, que antes que bárbaros, ellos, al menos, son.
Y yo que creo, por un momento,
que van a liberar Madrid y que luego su bendita horda liberará Barcelona y la City y Beaumont sur Mer y
finalmente mi casa y luego a mí.
Y el joven con camiseta de Custo
que replica: “todos somos mineros”, y
a mí que ya se me cae una lágrima y que pienso que sí, que la camiseta es
horrorosa, y que quizá esta vez sí, esta vez viene la horda a engullirme y a
escupir, por entre los dientes, mi aislada individuación y que ellos serán yo y
que yo seré ellos, y a usted, señora, comérmela con apetito, sin necesidad de
ficciones amorosas, y el llanto que se me acentúa y de mi polifonía interior
(esa que me vuelve loco) aparece el lúcido y me sopla al oído; No, amigo, ni
ellos, ni tú, ni yo somos mineros, somos jilgueros empleados para morir con el gas
grisú.